sábado, abril 17, 2010

Juventud y madurez desde Venezuela, pasando por China y España


Suelen reunirse en las plazas (aunque pocas quedan), en las afueras de las licorerías o en los que en algún momento de nuestra historia fueron monumentos respetados de la ciudad, obras del calibre de un Carlos Cruz Diez, sólo por mencionar un ejemplo. Los más prevenidos prefieren juntarse en sus propias casas. Hablar, tomar, reírse y pasar un buen rato son sus intenciones. Nada malo, a decir verdad. Pero cuando ya tienes más de 20 años o estás rondando los 30 e incluso pasas de esta edad, y tu vida gira en torno a botellas de -por lo general- ron, whisky y/o cervezas y la idea de pasar un rato agradable se asocia -por sobre todo- con la necesidad de ingerir una bebida alcohólica, el plan ya no resulta inofensivo y sí, hay que decirlo, tampoco sano porque se ha vuelto un mal hábito, una manera de "vivir" que entre otros aspectos, denota una especie de incapacidad para madurar. Ese es el punto.

¿Qué es la madurez? Una pregunta necia y que se presenta con imprudencia para muchos, pero cuyo planteamiento forma parte inevitable del proceso natural de crecimiento humano, pues ella encierra y deriva de momentos tan diversos como íntimos que, en algún momento -me atrevo a decir- todos hemos vivido junto con la necesaria consecuencia de tener que detenernos a pensar en la madurez, con franqueza o temor, cómoda o incómodamente, queramos o no, siempre por fuerza de factores o actores que desencadenan ese acontecimiento y no pocas veces lo catalizan. Aunque a ciencia cierta no sabría decir qué es el objeto en cuestión, no se trata aquí de definirlo, sino de presentar una serie de preocupaciones y consideraciones sobre una realidad vista -literalmente- desde mi ventana, aunque para ser exacta, en cambio debo decir "oída" desde ella y que guardan estrecha relación con la pregunta inicial.

Ocurrió así. Leo, escribo, vuelvo a leer, me aparto un rato del computador para cruzar palabras con quien tengo cerca, para desconectarme sin querer queriendo de lo que hago, aunque más bien para reposar un poco la mente, para darle un merecido respiro. Entre ir y venir escucho conversaciones ajenas, no por curiosa o distraída, sino porque se desarrollan en un espacio frente a mi casa, a escasos -calculo- quince metros. El volumen de los participantes es tan alto que pareciera que quieren ser oídos por todo el vecindario. Me resultan molestos al cabo de casi media hora escuchándolos estruendosamente, pero vale -me digo-, "están sólo divirtiéndose" y "no tienen culpa" de que en ese preciso momento yo estuviera necesitando disfrutar, no de una conversación o unos tragos entre panas o amigos, sino de un majestuoso silencio, ese que suelo encontrar sólo en las madrugadas y que se ha convertido en el motivo de mis tantos desvelos. Cualquiera pensaría que lo mío era envidia, nada menos acertado, por eso la acotación anterior.

Logrado el objetivo de ignorar el bullicio sigo entre mis papeles digitales. Al cabo de un rato vuelvo a tomar aire, descanso la vista y al conectarme de nuevo con la realidad me doy cuenta de que la conversación de los vecinos no ha variado mucho. Siguen hablando de "aquella pea", sumergidos en lo que parecía una seria y muy importante discusión sobre cómo ocurrió dicho acontecimiento, "fue con una botella de etiqueta", les oía decir a unos mientras otros refutaban la afirmación. En ese momento, además de pensar con ironía lo que acabo de insinuar ("¡qué importante!"), no pude detener la cascada de ideas que me vinieron a la mente, algunas casi a modo de dictamen o conclusión sobre todo lo que aquello me llevó a meditar, para finalmente decirme: "calma, quizá estás siendo injusta". Aún lo pienso, pero cuando aquello se repite mínimo una o dos veces por semana con variantes en los interlocutores y no en los temas que, en esencia son los mismos, dudo de lo injustos que puedan ser mis juicios, sobre todo de lo errados.

Sí, yo soy una de esas personas que a veces se deja llevar por la realidad que palpa y piensa: "la juventud está perdida", siendo yo misma una joven y sabiéndome de todo menos perdida, aunque a veces desatinada en la búsqueda de la felicidad y necia, más bien dura para aprender lecciones que, por fortuna, la vida no se cansa de enseñarme. Eso le pasa a cualquiera ¿no? no es mi consuelo, tampoco una excusa, es la realidad. Por eso no me atrevo a señalar abiertamente a los pecadores, ni tampoco explico muy bien cuál es el pecado porque ni siquiera estoy segura de que lo haya, aunque sí lo estoy de los errores en acción. Está bien divertirse, no hace daño pasar el rato con amigos, una bebida espirituosa no cae mal de vez en cuando, pero no entiendo y no apoyo otras conductas derivadas de la diversión por la diversión, del hacer sin sentido alguno más que matar el tiempo, como el hablar de todo y a la vez de nada, el hacer de una bebida alcohólica el alma de la fiesta y todo por la "inofensiva" razón de pasarla bien.

¿Y quién dice esto? -cabe recordar- no una vieja gruñona, sino una joven que en algún momento fue parte de esa cultura de la nada, tan incoherente y dañina que apuesta a todo por la nada, que busca llenar un vacío que muchas veces ni siquiera logra detectar por estar tan "llena" de todo y que, cuando se da cuenta de su enfermedad y finalmente conoce los remedios para curarla, se acobarda por temor a renunciar a ese todo (esa nada) que hasta ahora le produce sólo constantes sensaciones de alegría y goce, pero que la dejan cada vez más sedienta de verdadera felicidad. De allí que cuando escribo esto, me cuesta hacerlo de otro modo distinto al de un llamado de atención, al manifiesto de una preocupación que no sólo late cuando hay vecinos alrededor sino que se multiplica cuando salgo a la calle.

Sin embargo, porque yo misma soy un ejemplo de que la rectificación es también como "la perdición", una cara de la moneda, apuesto por la primera. Además, frente a cualquier ataque de pesimismo, nunca falta una evidencia de que lo bueno sigue en pie, de que aún existen jóvenes centrados y que luchan contracorriente para no caer en el nihilismo. Ayer pude constatarlo una vez más, al entrevistar al joven director de un programa de ayuda a niños en etapas terminales cuyo objetivo es cumplirles sus sueños que van desde conocer a un artista, ser un piloto de fórmula 1 o bombero, conocer el mar, entre otros que no son sino el reflejo de un anhelo mayor, el deseo más grande del hombre: la felicidad. Se podrán imaginar la cantidad el grado de compromiso y madurez de ese muchacho que abraza semejante labor, al igual que muchos otros que lo acompañan. Gente así me lleva a oponerme rotundamente a la afirmación "todo está perdido", a pesar de que entiendo muy bien de dónde procede semejante grito desesperanzado.

Y pensar que más allá de las razones expresadas en los primeros párrafos, lo que he escrito terminó en este post gracias a Cui Yue y Alejandro Navas, parece mentira, casi una pérdida de tiempo para quien ha leído hasta el momento, cuando finalmente debo confesar que aunado a todo lo dicho, simplemente quiero invitar a leer un reciente texto del catedrático español. Espero que me disculpen, pero pocas veces aflora en mí la cualidad de presentar a secas.

1 comentario:

Ernesto G. dijo...

Sumamente interesantes tu post y el articulo que lo suscitó. Saludos. Y te sigo leyendo.